miércoles, 29 de mayo de 2013

ALEGIAZKO AMETSA



                                                           
                                                          




ALEGIAZKO AMETSA
















                                                                                           







                                                                                          Javier Orcajada del Castillo


                                               




                                              ALEGIAZKO    AMETSA







Acababa de cenar en el refugio después de hacer cumbre en aquel mítico monte que varias veces se le había resistido. Eran más de las diez de la noche y la oscuridad se cernía sobre el espacio próximo, aunque aun con luz y  matices.  Estaba radiante de felicidad y al mismo tiempo la nostalgia le invadió al tumbarse en la hierba junto a un nevero, desde donde veía la cumbre luminosa y nevada del Aneto al que los últimos rayos del sol de la tarde le daban un aspecto de fantasía, luminosidad y colorido.
Se sintió tan feliz  en medio de una sensación amable y cálida, que le entró un sopor que le impedía saber si aquella situación era real o un sueño.
Se encontró delante del espejo vistiéndose pausadamente el chaqué que tenía que llevar obligatoriamente para la ceremonia  de presentación para ser aceptado como miembro correspondiente de Euskaltzaindia. Repetía una y mil veces el discurso que había redactado con todo esmero y comprobó que le fluía con facilidad. En todo caso se había preocupado que fuera leído y revisado por sus buenos compañeros que le habían presentado como candidato al sillón H, vacío desde el fallecimiento de una célebre lingüista de Iparralde a la que no conocía.
Ciertamente, su euskara era elegante, rico y por ello se sintió orgulloso. Sobre todo a la vista del esfuerzo que le costó aprenderlo y las múltiples ocasiones que tuvo que recuperar la moral y decidirse a continuar aprendiéndolo y no abandonar. Pero le mereció la pena pues estaba considerado como uno de los lingüistas del euskara con mayor proyección.
Al entrar en el salón de actos del teatro donde se celebraba el acontecimiento vio entre el numeroso público a gran parte de los/as irakasle del euskaltegi de Zeanuri, donde había estudiado varios cursos. También le satisfizo encontrarse con las miradas de compañeros y compañeras de su época de ikasle. Toda la tranquilidad y seguridad que  había  logrado a base de sugestión y de imaginarse la escena, se le vino abajo, pues se puso nervioso y comprobó con espanto que no recordaba nada en absoluto de su bien aprendido discurso. Creyó que iba a derrumbarse.
Pero le tranquilizó Ikerne: una niña de unos doce  años, hija de unos buenos amigos que estaban también en el salón, los cuales no sabían euskara. Ikerne le cogió la mano, se la besó con sencillez y le dijo
··lasai, osabi, lasai,. Que lo vas a hacer bien; que yo te voy a estar mirando y que cuando se te trabe alguna palabra, begira hacia mí y hallarás la solución”.
Así fue. El discurso lo expuso correctamente, no hubo ningún percance que reseñar, incluso en su riqueza imaginativa, se salió del guión e improvisó dándole algún tono jocoso que despertó alguna sonrisa cómplice del público.
El discurso de respuesta se lo hizo otra académica cuyo nombre desconocía, sólo percibió que tenía los ojos verdes, sonría continuamente y que actuaba con absoluta naturalidad. Tenía un aire a su irakasle última, pero no estaba seguro. Todo ello emocionó al aspirante a académico. No tanto por los elogios que de él hacía, sino por la frescura y sonoridad de su voz y por la calidad y actualidad de su euskara.
El frío le despertó, miró el reloj: eran más de las doce de la noche. Se habían disipado los rayos del sol que iluminaban la cumbre del monte que se le resistió tanto tiempo atrás y decidió entrar al refugio. Se metió en el saco y trató de conciliar el sueño, pero estaba desvelado y tenía la mente con una claridad sorprendente.
Recordó el sueño que había tenido en el exterior y se sintió triste porque la carroza se le había transformado en calabaza y comprobó que después de más de cinco años su euskara era tan elemental, que no se podía servir de él ni siquiera para menesteres de pura supervivencia. Pero a lo largo de su desvelada noche fue descubriendo que aquel sueño era algo más que una historia sin mensaje. Que la académica que le recibía como aspirante era su profesora del recientemente finalizado curso en el Euskaltegi y que, paradójicamente  su propio discurso no lo recordaba, pero sí varios pasajes del de acogida  de aquella joven académica que le respondió para su ingreso en Euskaltzaindia.
No supo valorar la calidad y el contenido del mismo, pero sí creyó recordar con claridad que le animaba para que siguiera con el esfuerzo que hacía para aprender el euskara a su edad. También le hacía algunos reproches llenos de simpatía porque, a pesar de saber él tan poco euskara, se permitía discutirle algunas reglas gramaticales que, en su necedad, creía que tenía conocimientos para ello. Recordó igualmente con afecto la paciencia con que le enseñó a operar con el ordenador para poder entrar en la web del euskaltgi y que, una y otra vez tenía que volver a repetirle porque su impericia en informática era innegable. Cierto que la irakasle le expresaba con frecuencia su satisfacción al ver la dedicación e interés que ponía en aprender y eso le parecía a él suficiente para seguir. Aunque  siempre solía responder que de poco le valía, pues por más que estudiaba no progresaba, si bien en su intimidad se sentía orgulloso cuando lograba hacer algún ejercicio bien o simplemente la irakasle le elogiaba cualquier respuesta o ejercicio correcto.
Se acordó con cariño del grupo de compañeras que estaban con él en la clase: que eran mujeres jóvenes que vivían en un stress permanente porque querían compatibilizar sus tareas profesionales con la adecuada atención a sus hijos y por añadidura, a estudiar euskara. Realmente él las valoraba porque eran una especie de heroínas anónimas y porque le demostraban que  apreciaban y valoraban que alguien con tantos años tuviera la moral de ponerse a una tarea de tanta dificultad y tan poca utilidad. También él les apreciaba y les mostró su simpatía al terminar el curso, deseándoles que tuvieran éxito en los exámenes de euskara que estaban padeciendo.
Tenía muy claro que lo que deseaba era  aprender: que el solo intento ya constituye en sí un motivo de autosatisfacción y que su dedicación al euskara no podía estar a expensas de sus propios estados de ánimo, pues sabía bien que si fuera a condicionar su dedicación a  ello, no seguiría y lo habría abandonado hacía mucho tiempo.
Se levantó temprano y dio por terminada la excursión,  poniendo rumbo hacia el parking donde había dejado el coche en el camino hacia Benasque.
Durante el trayecto de bajada recibió un mensaje por el móvil de la irakasle del curso recientemente finalizado, en el que leyó:
 “La dirección  me encomienda que te comunique con la máxima delicadeza y sin que te cause traumas, que no te matricules  en el euskaltegi el curso próximo pues eres un caso perdido, sugiriéndote que te orientes en otra lengua más accesible”
Lo sintió y la noticia le quitó todo vestigio de alegría que tenía por el éxito de haber hecho cumbre y por el sueño fantástico que tuvo cuando le admitieron como miembro de Euskaltzaindia. Pero una vez digerida la noticia, no se amilanó: decidió buscar algún euskaltegi en el que  no le conocieran y matricularse en él aunque fuera con otro nombre inventado. Estaba decidido a aprender bien su lengua y se conjuró a  llegar de verdad a entrar a esa institución  académica que cuida, limpia y da esplendor al euskara en la que soñó.
Al llegar abajo vio que en el parabrisas de su coche tenía una nota escrita en euskara, no sabía quien se la había puesto, que le decía:

           .“eta hau hala ez bazan sar dadila kalabazan, eta irten dadila”.




                       BUKAERA

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