ALEGIAZKO AMETSA
Javier
Orcajada del Castillo
ALEGIAZKO AMETSA
Acababa de cenar en el refugio
después de hacer cumbre en aquel mítico monte que varias veces se le había
resistido. Eran más de las diez de la noche y la oscuridad se cernía sobre el
espacio próximo, aunque aun con luz y matices.
Estaba radiante de felicidad y al mismo tiempo la nostalgia le invadió
al tumbarse en la hierba junto a un nevero, desde donde veía la cumbre luminosa
y nevada del Aneto al que los últimos rayos del sol de la tarde le daban un
aspecto de fantasía, luminosidad y colorido.
Se sintió tan feliz en medio de una sensación amable y cálida,
que le entró un sopor que le impedía saber si aquella situación era real o un
sueño.
Se encontró delante del espejo
vistiéndose pausadamente el chaqué que tenía que llevar obligatoriamente para
la ceremonia de presentación para ser
aceptado como miembro correspondiente de Euskaltzaindia. Repetía una y mil
veces el discurso que había redactado con todo esmero y comprobó que le fluía
con facilidad. En todo caso se había preocupado que fuera leído y revisado por
sus buenos compañeros que le habían presentado como candidato al sillón H,
vacío desde el fallecimiento de una célebre lingüista de Iparralde a la que no
conocía.
Ciertamente, su euskara era
elegante, rico y por ello se sintió orgulloso. Sobre todo a la vista del
esfuerzo que le costó aprenderlo y las múltiples ocasiones que tuvo que
recuperar la moral y decidirse a continuar aprendiéndolo y no abandonar. Pero
le mereció la pena pues estaba considerado como uno de los lingüistas del
euskara con mayor proyección.
Al entrar en el salón de actos
del teatro donde se celebraba el acontecimiento vio entre el numeroso público a
gran parte de los/as irakasle del euskaltegi de Zeanuri, donde había estudiado
varios cursos. También le satisfizo encontrarse con las miradas de compañeros y
compañeras de su época de ikasle. Toda la tranquilidad y seguridad que había
logrado a base de sugestión y de imaginarse la escena, se le vino abajo,
pues se puso nervioso y comprobó con espanto que no recordaba nada en absoluto
de su bien aprendido discurso. Creyó que iba a derrumbarse.
Pero le tranquilizó Ikerne: una
niña de unos doce años, hija de unos
buenos amigos que estaban también en el salón, los cuales no sabían euskara.
Ikerne le cogió la mano, se la besó con sencillez y le dijo
··lasai, osabi, lasai,. Que lo
vas a hacer bien; que yo te voy a estar mirando y que cuando se te trabe alguna
palabra, begira hacia mí y hallarás la solución”.
Así fue. El discurso lo expuso
correctamente, no hubo ningún percance que reseñar, incluso en su riqueza
imaginativa, se salió del guión e improvisó dándole algún tono jocoso que
despertó alguna sonrisa cómplice del público.
El discurso de respuesta se lo
hizo otra académica cuyo nombre desconocía, sólo percibió que tenía los ojos
verdes, sonría continuamente y que actuaba con absoluta naturalidad. Tenía un
aire a su irakasle última, pero no estaba seguro. Todo ello emocionó al
aspirante a académico. No tanto por los elogios que de él hacía, sino por la
frescura y sonoridad de su voz y por la calidad y actualidad de su euskara.
El frío le despertó, miró el
reloj: eran más de las doce de la noche. Se habían disipado los rayos del sol
que iluminaban la cumbre del monte que se le resistió tanto tiempo atrás y
decidió entrar al refugio. Se metió en el saco y trató de conciliar el sueño,
pero estaba desvelado y tenía la mente con una claridad sorprendente.
Recordó el sueño que había
tenido en el exterior y se sintió triste porque la carroza se le había
transformado en calabaza y comprobó que después de más de cinco años su euskara
era tan elemental, que no se podía servir de él ni siquiera para menesteres de
pura supervivencia. Pero a lo largo de su desvelada noche fue descubriendo que
aquel sueño era algo más que una historia sin mensaje. Que la académica que le
recibía como aspirante era su profesora del recientemente finalizado curso en
el Euskaltegi y que, paradójicamente su
propio discurso no lo recordaba, pero sí varios pasajes del de acogida de aquella joven académica que le respondió
para su ingreso en Euskaltzaindia.
No supo valorar la calidad y el
contenido del mismo, pero sí creyó recordar con claridad que le animaba para
que siguiera con el esfuerzo que hacía para aprender el euskara a su edad.
También le hacía algunos reproches llenos de simpatía porque, a pesar de saber él
tan poco euskara, se permitía discutirle algunas reglas gramaticales que, en su
necedad, creía que tenía conocimientos para ello. Recordó igualmente con afecto
la paciencia con que le enseñó a operar con el ordenador para poder entrar en
la web del euskaltgi y que, una y otra vez tenía que volver a repetirle porque
su impericia en informática era innegable. Cierto que la irakasle le expresaba
con frecuencia su satisfacción al ver la dedicación e interés que ponía en aprender
y eso le parecía a él suficiente para seguir. Aunque siempre solía responder que de poco le valía,
pues por más que estudiaba no progresaba, si bien en su intimidad se sentía
orgulloso cuando lograba hacer algún ejercicio bien o simplemente la irakasle
le elogiaba cualquier respuesta o ejercicio correcto.
Se acordó con cariño del grupo
de compañeras que estaban con él en la clase: que eran mujeres jóvenes que
vivían en un stress permanente porque querían compatibilizar sus tareas
profesionales con la adecuada atención a sus hijos y por añadidura, a estudiar euskara.
Realmente él las valoraba porque eran una especie de heroínas anónimas y porque
le demostraban que apreciaban y
valoraban que alguien con tantos años tuviera la moral de ponerse a una tarea
de tanta dificultad y tan poca utilidad. También él les apreciaba y les mostró
su simpatía al terminar el curso, deseándoles que tuvieran éxito en los
exámenes de euskara que estaban padeciendo.
Tenía muy claro que lo que
deseaba era aprender: que el solo
intento ya constituye en sí un motivo de autosatisfacción y que su dedicación
al euskara no podía estar a expensas de sus propios estados de ánimo, pues
sabía bien que si fuera a condicionar su dedicación a ello, no seguiría y lo habría abandonado hacía
mucho tiempo.
Se levantó temprano y dio por
terminada la excursión, poniendo rumbo
hacia el parking donde había dejado el coche en el camino hacia Benasque.
Durante el trayecto de bajada
recibió un mensaje por el móvil de la irakasle del curso recientemente
finalizado, en el que leyó:
“La dirección
me encomienda que te comunique con la máxima delicadeza y sin que te
cause traumas, que no te matricules en
el euskaltegi el curso próximo pues eres un caso perdido, sugiriéndote que te
orientes en otra lengua más accesible”
Lo sintió y la noticia le quitó
todo vestigio de alegría que tenía por el éxito de haber hecho cumbre y por el
sueño fantástico que tuvo cuando le admitieron como miembro de Euskaltzaindia.
Pero una vez digerida la noticia, no se amilanó: decidió buscar algún
euskaltegi en el que no le conocieran y
matricularse en él aunque fuera con otro nombre inventado. Estaba decidido a
aprender bien su lengua y se conjuró a llegar de verdad a entrar a esa institución académica que cuida, limpia y da esplendor al
euskara en la que soñó.
Al llegar abajo vio que en el
parabrisas de su coche tenía una nota escrita en euskara, no sabía quien se la
había puesto, que le decía:
.“eta hau hala ez bazan sar dadila
kalabazan, eta irten dadila”.
BUKAERA