EL TENEBROSO ORIGEN DE LOS ESTADOS MODERNOS
A los políticos y patriotas imperiales se les llena la boca
cuando sacralizan su Estado y condenan a
los nacionalistas por insolidarios porque, según ellos, muestran su carácter identitario excluyente,
no como ellos, que se califican de antinacionalista, y que son incluyentes
alrededor de las estructuras que
configuran la “Madre Patria” Los orígenes de los Estados tienen son fruto de
invasiones por guerras y violencias de los fuertes que dominan a sus vecinos pacíficos,
quedando asimilados perdiendo sus identidades bajo el dominio del rey o el
emperador invasor. Estos monarcas repartían a sus hijos naturales o legítimos
sus territorios conquistados por medio de la violencia de las armas casándoles
con herederos de otros reinos por “razones
de Estado”, nunca según sus sentimientos, de manera que sus súbditos eran transferidos junto con los territorios a los nuevos
propietarios sin tenerse en cuenta sus identidades ni aspectos étnicos históricos como idiomas comunes, costumbres y sentimiento
de ser diferentes, no superiores ni inferiores a otros pueblos. Por tanto, ,
una vez logrado pacificarlas por las armas, exigen a los pueblos sojuzgados
cumplir las leyes que les imponen y que no se sirvan de la violencia para
liberarse de los que han invadido sus territorios por ese medio. Proclaman e
imponen sus constituciones, fijan las fronteras de sus posesiones por medio de
ejércitos y aparatos policiales para controlar a las poblaciones invadidas. Los
nuevos Estados fruto de invasiones eran propiedad privada de los reyes, quienes
impartían su peculiar justicia, exigían impuestos confiscatorios para mantener
las monarquías absolutas porque eran reyes “por la gracia de Dios”. Aunque la
historia de los monarcas españoles nos muestre a personajes extraños, enfermos
como consecuencia de la endogamia, obsesos sexuales unos, otros misóginos, pero
todos parecían buscados entre los seres más inútiles, quizá para que pudieran
ser manejados por sus validos, amantes a su vez de sus reinas consortes. Con
estas mimbres se han creado unos Estados que han asimilado naciones, y
comunidades que conservan desde siempre su sensación de haber sido invadidas y por
ello resulten para sus metrópolis elementos extraños a los que hay que domar
con el palo y la zanahoria de la autonomía y les permitan expresarse
minoritariamente en su idioma, siempre que no perjudique al del imperio. Aunque
el trato del gobierno central es tan paternalista y le dan carácter de “romántica antigualla” lo que es exigencia de sus derechos históricos, que los pueblos terminan por hartarse de mentiras y de conculcación de
sus derechos y decidan convocar consultas democráticas para que la población
determine el régimen de relaciones con los poderes que les impone el Estado. Es
entonces cuando el centralismo se
percata de que la decisión de autodeterminarse no es una vuelta al
pasado, tal como ha sido tradicional y
ofrece negociar nuevas relaciones con trampa. Además, excitan la reacción del
resto del Estado para crear una opinión visceral contraria a la autorización de
la consulta aduciendo argumentos constitucionales y de fuerza, cuando lo se
requiere es admitir los derechos de los pueblos a la
autodeterminación, tal como lo exigen los múltiples tratados y convenios
internacionales que proclaman los derechos humanos individuales y nacionales. Esos
Estados centralistas deberían conocer que a lo largo de la historia nunca se ha
producido el hecho de que ningún pueblo
haya logrado segregarse de su metrópoli de acuerdo con Constituciones, que siempre han tenido como
origen la violencia y la represión de los Estados centralistas.
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